lunes, 1 de septiembre de 2008

Cinco

Invierno
Julio. Lunes 11: 57

El sol vacacionaba temporalmente detrás de las nubes en la mañana templada.

Martín consultó su reloj; faltaba media hora y decidió entrar en el café de la esquina.

Al atravesar la puerta, una mezcla entre humo de cigarrillo y muebles viejos penetro en sus pulmones. Extrañamente para esa hora, el bar estaba bastante poblado, desde los arcaicos visitantes que juegan al ajedrez hasta los jóvenes inquietos, que de a poco iban redescubriendo la vida.

Se sentó en una mesa, junto a la ventana; la calle empedrada, gris y melancólica, se manifestaba como un cuadro en movimiento, extendiéndose infinitamente hasta perderse en la línea del horizonte, custodiada por ambas veredas; convergiendo las tres en un solo punto final.

-¿Qué le sirvo maestro?- inquirió el mozo, cuarentón de pelo engominado y marcas de viruela.

.Un café nada mas…negro…ah, ¿me traerías un cenicero?

El mozo asintió en silencio y Martín se dedico a contemplar a la gente sentada en las otras mesas. Cada una de ellas constituía un pequeño mundo, lleno de alegrías y tristezas. Sonaba un tango en la radio y el observaba, pasándose la mano por el pelo enmarañado.

A dos mesas de distancia, se encontraba una joven pareja, de no más de diecinueve, o veinte años de edad. Ella, ojos azules, de mirada inquieta y sonrisa contagiosa, buscaba y encontraba tímidamente los ojos de su acompañante; este a su vez, armaba una flor con las servilletas, mientras fumaba.

Ambos tomaban café.

Primera cita-pensó Martín-les va a ir bien. Mas adelante, se encontraban dos ancianos que tomaban moscato con soda, mientras leían el diario y conversaban sobre alguna histórica formación de Racing por el año cincuenta.

En ese momento, se sintió un observador con cualidades extraordinarias, un Gran Hermano capaz de…

-Aquí tiene el café jefe, y el cenicero, perdón por la demora- dijo el mozo, sacándolo bruscamente de su monólogo interno.

Luego de que el mozo se hubiera retirado, Martín saco el atado de Marlboro y el encendedor recién comprado, prendió un cigarrillo y cerrando los ojos, luego de inhalar una pitada, sorbió el café con placer, volviendo luego su mirada a la calle.

Al cabo de un rato, consultó su reloj y cayo en la cuenta; era tarde. Apagó el segundo cigarrillo y se dispuso a salir, la cuenta estaba paga; se dirigió hacia la salida.

Abrió la puerta y antes de salir, se acordó de algo y volteo su mirada hacia la mesa de aquellos jóvenes. Estaban fundidos en un beso, un primero beso, único e irrepetible, poético y prosaico. Las piernas del muchacho temblaban levemente y una sonrisa se notaba en el rostro de ella. Una se dibujó en el de Martín.

Salió al frió de la mañana; esta seguía nublada. Al doblar la esquina, su corazón empezó a latir con más fuerza, a medida que se acercaba a destino. Finalmente llegó. Con un leve temblor en las piernas, presionó el botón del portero eléctrico.

-Hola, subí- dijo L.

La puerta emitió el zumbido y el la empujó. El viaje en ascensor fue el mas largo de su vida. Al salir, recorrió el pasillo interminable, laberíntico y estrecho hacia la puerta. Una vez allí, Martín respiro hondamente varias veces, cerró los ojos y tocó timbre.