jueves, 28 de agosto de 2008

Cuatro

Invierno
Julio. Viernes 16:32



Resplandecía. Simplemente resplandecía. Los rayos del sol pintaban transitorios reflejos rojizos en su cabello oscuro, que ondeaba en cámara lenta siguiendo el ritmo de sus pies, que avanzaban con determinación recorriendo el camino, buscando un tesoro o simplemente, soñando, ajenos al resto del cuerpo. Sus ojos color avellana seguían la línea del horizonte, mientras que una sonrisa soñadora aparecía al inhalar cada bocanada del aire frío. Ella era feliz.

Tenía las manos en los bolsillos de una suerte de abrigo color verde azulado y una bufanda tejida protegía su cuello de porcelana del invernal viento en contra. Sus pasos no tocaban el suelo; flotaba, inmersa en sus pensamientos, ideas fugaces e ilusiones transitorias, mientras esquivaba a los ausentes transeúntes con la gracia de una innata bailarina de ballet.

Con esta imagen, Martín cruzo la calle sin mirar y en segundos, se situó atrás de ella, mientras su corazón pugnaba por explotar, inyectado en adrenalina. Con una mezcla de sentimientos y emociones que luchaban juntos para romper los tejidos y escapar de su pecho, sujetó suavemente su mano mientras que con voz temblorosa, sin poder dominarse, murmurando:

-Hola L.

L. se dio vuelta y lo miro perpleja mientras el crisol de pensamientos en su mente se desvanecía.

Dos lágrimas recién nacidas, vírgenes gotas de agua salada, conocieron el mundo por primera vez, vivieron adolescencia, juventud y madurez en sus mejillas para morir con un majestuoso salto suicida involuntario contra las húmedas baldosas porteñas.

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